sábado, 2 de julio de 2011
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Tenía una foto pegada en cada esquina de su blanca pared, para que cada vez que se levantase recordara cada instante de su insignificante vida. Nunca le había gustado mucho tener presente enfrente de su cabeza que las personas que apenas conocía estaban ahí, ni que cada momento bueno que veía plasmado en color estaba sustituyendo algo malo. Su armario era de madera, su mesa también, y la silla también. Todo estaba clasificado por colores, y las persianas estaban siempre bajadas. Sólamente la habitación se iluminaba con una bombilla artificial. La puerta estaba arrimada, porque no cerraba bien. Un mapa del mundo tapaba el suelo, y en cada nación que había visitado había marcado una cruz verde. A ella nunca le gustó su habitación. Esta vez, se levantó muy rápido para apagar el despertador. Subió las persianas y ni si quiera se dignó a ver sus fotos, por lo que no miró a la pared. Se vistió, pero no se peinó, se agachó para coger su mapamundi, y antes de salir por la puerta cogió algo de dinero, para comprar un permanente verde y marcar los sitios que fuera visitando después de atravesar la puerta y no entrar nunca más.
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